Una estatua de polvo
- Julieta Bilik

- 4 jul 2020
- 4 Min. de lectura
Publicado en La Agenda - sábados de super ficción

Mi mamá dice que soy tan ansiosa -me como las uñas como si quisiera comerme el tiempo y las mastico como quien reduce a polvo los segundos- que, según ella, no tener actividades me fastidia y me pone pesada. Por eso odio las vacaciones en casa. Se parecen a la hora de la siesta. Nos obligan a dormir y no hay nada para hacer.
Lo reconozco: no soy fan número uno de no ir a la escuela. Prefiero el riiiiiiiiing del despertador, el té y las galletitas de agua, sentir que el día empieza recién arriba del micro cuando saludo a Raúl -él sí que es pesado y se ve sólido, como una estatua que maneja- y me siento a esperar -mientras mastico y mastico- que dentro de tres paradas suba Romina para charlar sobre el invitado de anoche en el living de Susana y lo que nos espera hoy.
En la escuela siempre pasan cosas: la clase de música, el ensayo para el acto, la actividad especial con hermanos, la prueba de matemáticas, el kiosko de los viernes. Eso es lo que más me gusta: que haya algo distinto cada día. Una sorpresa, como los regalos de navidad o cuando decido pedir otros gustos que no sean chocolate o frutilla de agua.
No entiendo por qué tendría que esconderlo, ni qué tan mal pensamiento es que me guste ir a la escuela. O sea: no me meto con las que prefieren dale que te dale al palo, sin miedo a golpearse las pantorrillas ni a que esa bocha pesada y maciza como una bala se estampe contra sus caras; pero tampoco acepto que se metan conmigo. Déjenme hacer lo que quiero en paz y no se van ni a enterar de mí.
Lo peor es cuando se termina la escuela, pero afuera todo sigue. Adentro se vuelve gomoso como un chicle ya masticado, como los títulos de esas películas que siguen y siguen mientras yo espero que vuelvan los mejores momentos: cuando se conocen y todo es magia, cuando -al fin- él la besa y esa gran fiesta cerca del final en la que están todos y es pura alegría, la misma alegría que la primera vez que llegué a la esquina sin rueditas sin caerme, zigzagueando como una campeona. Pero no. Tantas veces me quedo esperando en el cine y ¿para qué? Si no hay nada más que negro.
De vacaciones pero sin planes todo se vuelve inútil. Ya no puedo hacer polvo con mis uñas ni comerme todo el tiempo del mundo para que lo bueno llegue más rápido. Para que el tiempo pase, para que la tierra siga girando alrededor del sol y los días dejen de ser tan largos, al fin termine el verano y llegue de nuevo el tiempo de ir a la escuela, de apoyar la cabeza en el vidrio frío y mirar cómo las copas de los árboles pasan de verdes a amarillas, de tupidas a vacías… y la gente, de a poco, empiece a abrigarse hasta convertirse en muñequitos de la nieve que caminan.
Estoy fastidiada. Extraño la escuela y a Romina. Para colmo, vino Maidana. Lo llamó mi papá para hacer unos arreglos: cambio de artefactos, teclas nuevas y creo que una instalación eléctrica. Trae una escalera, dice que van a tener que cortar la luz. Saludo y me escondo. Corro a mi cuarto. Invento un juego. Estoy como poseída con una historia de gigantes. Son eternos. Viven sumidos en una especie de comilona infinita en la que desayunan, almuerzan y cenan a toda ahora mezclando tortas, jugos y milanesas en el orden que quieran, sin importar si postre o merienda, qué hora es o si es domingo y toca pizza. Durante un rato me olvido de las uñas y el tiempo me come a mí. Pero no dura tanto porque se pone oscuro, ya es todo negro. Necesito la luz.
Sé que en el lavadero hay una caja blanca en la pared, arriba de la cajonera gris. Para llegar tengo que subirme a una silla y ser cuidadosa al abrirla. Si hago demasiada fuerza y no la logro destrabar me puedo caer y haría mucho ruido con tantos broches, ropa sucia y dos baldes de plástico.
Lleno la panza de aire. Una de las perillas está baja. La subo sin esfuerzo y al instante surge como desde adentro de una caverna un grito profundo que hace eco en toda la casa. Es la voz de Maidana que está arriba de la escalera, con las manos entre los cables. Todavía no se que pasó, pero qué miedo cuando un instante se hace presente, se levanta como la estatua de Raúl y dice “acá estoy yo y puedo cambiarlo todo”. Porque aunque estemos de vacaciones el tiempo no es todo lo mismo y en un segundo cualquier cosa puede convertirse en polvo.
JULIETA BILIK
Julieta Bilik nació Buenos Aires, en agosto de 1985. Trabaja como periodista freelance y escribe narrativa. Colabora con el suplemento de Turismo del diario La Nación, la revista Llegás y otros medios gráficos. En 2019 fue finalista del concurso Crónicas Digitales Nativa por “El arte de influenciar”, un perfil sobre @ElGordoCocina, y en 2014 del concurso latinoamericano Nuevas Plumas por “Los padres de la democracia 2.0”, una investigación sobre el Partido de la Red. En 2016 obtuvo la Beca Bicentenario Individual del Fondo Nacional de las Artes en la categoría letras para desarrollar un proyecto de crónicas sobre cines de barrio.



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