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Vamos juntos, a la par

Actualizado: 1 abr 2020




Eramos chicos, pero tampoco tanto. Estudiábamos en la facultad, dejábamos de ser adolescentes. No sé cuán dispuestos ni preparados estábamos para empezar a manejar nuestras vidas. Pero a mi abuelo Alejandro le pareció que había llegado el momento. Coordinamos un horario.


Empezamos un sábado después del mediodía porque, aunque ya era octogenario, él seguía trabajando durante la semana. Casi siempre íbamos a su casa con mi hermano en colectivo para que él nos llevara en su Clio plateado a Ciudad Universitaria. En esas calles poco transitadas, entre el río y la Lugones, rodeados de las moles de cemento donde se enseñan y aprenden los diseños más innovadores y se investiga el misterio de la vida, ocurría nuestra clase.


Mi abuelo era muy exigente: no podíamos mirar nunca -jamás y bajo ninguna circunstancia- la palanca de cambios; cuando doblábamos tenía que ser justo en 90 grados y ojo con pisar de más el embrague porque se gastaba y Alejandro largaba una catarata de gritos que se parecía a las sirenas de las ambulancias que ensordecen mucho, pero se apagan muy rápido mientras se alejan. Tampoco podíamos olvidarnos de poner el giro antes de doblar, y era clave mantener distancia con el auto que teníamos delante. Nos enseñaba mucho sobre reglas de convivencia y otro poco sobre técnica. Porque, tal como nos transmitía, manejar es, sobre todo, estar en tránsito.


Alejandro había llegado a Buenos Aires desde el puerto de Odessa cuando tenía 3 años. La idea de emigrar había sido de su abuelo materno Marcos Liminik. Junto a su familia habían atravesado como tres países antes de subirse al barco en el que cruzaron el Atlántico. Su familia, de corte intelectual, escapó del “régimen comunista”. Según me contó, fue porque no podían leer todos los libros que querían, pero no sé mucho más. De esta primera infancia Alejandro sólo contaba ese relato heredado. Lamentablemente, mantuve esa distancia y no insistí en saber.


Desde entonces, desde siempre, Alejandro fue el arquitecto de su propio destino. Empezó a trabajar a los 13 años: baldeaba veredas en el microcentro. Vivía junto a su familia en el cuarto de una casa chorizo, y como su papá era asmático pasaron un par de temporadas en Córdoba.


Alejandro era ambicioso. Estudió química en la universidad de La Plata y para eso viajaba en tren todos los días. En sus primeros veintes lanzó un microemprendimiento, la producción de linternas, que al poco tiempo logró convertir en fábrica, y a él en un exponente de la pequeña burguesía nacional. A fines de los 50 compró su primer auto, una break Opel Olympia color verde agua, con una franja blanca como decoración. No sé cómo aprendió a manejar ni quién le enseñó a hacerlo.


Sobre nuestras clases: mi hermano y yo, un rato cada uno, y a darle sin parar. Lograr la sensibilidad suficiente con los pies para que el auto arranque y luego todo lo demás, que después de lo primero parece lo más fácil, pero no. Para mí, lo más complejo fue -y seguirá siendo- el estacionamiento. Me costaba entender la lógica: el volante para un lado, pero las ruedas para el otro. Además, había que dimensionar el tamaño y los bordes del coche. Me estalla la cabeza de sólo recordarlo.


Aprender duele, molesta, frustra. Mientras aprendía a manejar sentí la resistencia. Ideas nuevas que tardan en acomodarse, miedos que hay que superar, nuevas dimensiones del espacio, y hacer propio el punto de vista del conductor. Detrás del parabrisas la vía pública se percibe desde otro ángulo: las motos y, sobre todo, las bicicletas y peatones, que son lo más indefenso que puede existir. Se siente la responsabilidad, el tamaño y la carrocería que nos rodea frente a la entera humanidad de quienes andan sin carcasa. Por eso, tal como nos enseñó Alejandro, la distancia es clave.


Pasaron unos meses y mi hermano se sintió listo. Fue a rendir el examen y a otra cosa mariposa. Mientras, yo seguía con el aprendizaje y creo, secretamente, encantada de pasar tiempo sola con mi abuelo. Aunque me perseguía el miedo a nunca lograrlo.


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Una Opel Olympia break, el primer vehículo de Alejandro.


Un día pasó. No me acuerdo muy bien qué época del año fue, pero sí del madrugón para llegar a tiempo y la manos transpirando frío de los nervios. No quería fallar porque entonces también fracasaría la pedagogía de mi abuelo. No me lo podía permitir. Por su honor. Por el mío. Y porque si no llegaba a lograrlo no me creía capaz de volver a intentarlo.


Durante el examen en el autódromo de Parque Roca se sentó un desconocido en el asiento del acompañante. La pierna izquierda no paraba de temblarme. Ya me había pasado otras veces. Una parte del cuerpo se mueve sin aparente voluntad, tan personal como incontrolable. Mi evaluador lo percibió: “Si no parás no vas a poder con el embrague”. Pero pude. De ahí en adelante el recuerdo se me hace difuso, hasta el abrazo con Alejandro y la alegría.


En la calle, la ley de la selva: la tiranía del más grande. Ya lo verán. Cualquier vehículo más grande que el suyo ejercerá el poder de pasar primero, arrimarse. No intenten que sea distinto. No se enfurezcan. Es ley. Me costó entenderlo. Durante meses solo manejaba los domingos, hacía trayectos muy cortos y no dejaba que nadie, excepto mi mamá, fuera de copiloto. Ella era la única de mi familia que no me culpaba.


Desde entonces pasaron casi 11 años. Hoy soy conductora. Y hasta tuve un discípulo: mi novio, que le tenía pánico al volante. Es que padeció algunas experiencias traumáticas con autos chocadores y de los otros, y sufría una especie de bloqueo.


Antes de tener auto propio le pedíamos a Alejandro el suyo para trámites o paseos los fines de semana. Pero mi novio no quería que le enseñara; con que lo llevara le alcanzaba. Le gustaba disfrutar los beneficios del auto propio, pero sin riesgo ni autonomía.


Tras comprar el auto propio empezó a aflojar. Leía el manual, seguía el camino del GPS y me indicaba cuándo cambiar de carril en la autopista. Una tarde de domingo se animó a dar una vuelta a la manzana. Costaba, pero lo estaba intentando. Luego de un par de prácticas, y aunque parecía precipitado, tomé la decisión y saqué turno para que rindiera examen, la primera semana del año siguiente. Año nuevo, miedos viejos.


Fuimos un par de veces a la pista de aprendizaje que está al lado del Autódromo. La prueba de fuego. Un simulacro, una risa. Autos en constante contravención, estacionados en cualquier lado con balizas ininterrumpidas, conductores intentando circular por una rotonda… en ¡marcha atrás! Profesores improvisados dando indicaciones imposibles… Esa experiencia absurda nos relajó y ayudó a que desdramatizáramos la situación.


Finalmente, el día del examen todo salió bien. Tardó mucho más la espera de la impresión de la licencia que la propia evaluación. Nos llevamos el registro y una P -de principiante- color verde oscuro, que lucimos en la luneta de nuestro auto durante seis meses. Pasamos del pánico a la P sin escalas. Nos recibimos, al mismo tiempo, de conductor e instructora. Fue esperanzador.


La última vez que vi a mi abuelo fue el día que compramos nuestro primer auto. Tras patentarlo fui directo a su casa. Elegimos el mismo modelo que el suyo, apenas un año más nuevo. Era invierno, pero no hacía frío y el sol ya tenía brillo primaveral. Alejandro estaba emocionado, sonreía, levantaba las cejas con sorpresa. Me acuerdo de que rodeó a nuestro “Fito” para verlo desde todos lados, como si fuera una escultura, o una de esas fuentes de agua que parecen monumentos. Creo que se le llenaron los ojos de lágrimas. Ya no teníamos que pedirle su auto prestado. Éramos independientes. Sabíamos manejar.


 
 
 

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