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Cine, ¿en qué te has convertido?

Actualizado: 11 nov 2020

Publicado en Revista PULSIÓN N° 10 - Los límites de la imagen





De salas a pantallas


El mundo solo podría dejar de existir si dejara de ser narrado. Pero las historias todavía permanecen. El cine, como uno de los formatos posibles para contenerlas, tiene el aura de la imagen (Benjamin, Barthes), un misterio que siempre buscará ser revelado. A pesar de sus transformaciones y cambios, a pesar del colonialismo cultural, las multipantallas y los nuevos modos de reproducción de las películas, las salas de cine todavía subsisten. Pero, ¿cómo y hasta cuándo?

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Un panteón

Algunos piensan que la peatonal Lavalle de Buenos Aires es un destino turístico. Otros sabemos que, en realidad, es un cementerio de cines. Si se logra caminar abstraído del tumulto, los extranjeros desprevenidos y el mantra “cambio cambio”, es posible mirar hacia abajo y encontrar las lápidas. “Cine Select Lavalle. Año 1911-1996. Autor: Karl Nordman”; “Cine París. Año 1945”; “Cine Trocadero. Año 1941-1998”; “Cine Ocean. Año 1912”; “Cine Normandie. Autor: Bianchi Bismars. Año 1940”; y “Cine Paramount. Año 1924” son algunas de las inscripciones que tienen las placas de mármol que recuerdan las salas que había y cuyas fachadas han devenido casas de comida rápida, bingos, farmacias, galerías de compra, negocios del cuero o templos evangélicos.


Se sabe que entre principios de los años 50 y mediados de los 80, a lo largo de tres cuadras de la mítica calle porteña que tiene nombre de militar independentista había quince salas y cuentan que los sábados en el horario de recambio entre la primera y la segunda función de la noche no se podía transitar en medio de la multitud que se agolpaba. Entonces, inventaron la trasnoche aunque tuvieran que pagar una jornada completa a operadores y empleados por el trabajo de una sola proyección. Aquella es conocida como la época dorada de la bohemia porteña donde el cine era centro de reunión y los cafés, de la tertulia.

Más allá de la televisión, el video, el dvd, las copias piratas e Internet, otros de los motivos que provocó el cierre de tantas salas en Buenos Aires fue la escalada inflacionaria de fines de los 80 que, coronada por la convertibilidad -el sello del neoliberalismo- le otorgó a las propiedades urbanas, sobre todo las de grandes dimensiones, muchísimo más valor y rentabilidad que la que las entradas de cine podían generar. El toque final que ofició como sepultura de la pantalla grande, irrupción de los blockbusters y multicines mediante.


El espectáculo del sacramento

En Lavalle 869 ya no hay un cine. Ahora es una iglesia. En otro tiempo, el Cine Atlas. Hoy, Show de la Fe. De fantasía en fantasía pasaron las 1900 butacas originales de cuero rojizo y la pantalla de 23 metros de largo que, erguida e impoluta, supo ser la más grande del país. Pero ya no se usa porque el cine devino en casa del Señor.

Antes había una alfombra azul, ahora el piso de madera cruje. Han construido un pequeño escenario de durlock blanco sobre el que descansa un atril, una batería y un micrófono de pie. El equipamiento de sonido, con casi 15 parlantes y mucha potencia, sigue activo, pero cuando hay silencio retumban hasta los propios pasos.


La estructura arquitectónica, diseñada por Alberto Prebisch, el mismo que estuvo a cargo del Obelisco y del Teatro Gran Rex, se mantiene intacta. Quizás los nuevos ocupantes también hayan oído con respeto las palabras de Edgardo Cozarinsky, quien bautizó a los cines como “palacios plebeyos” y explicó que el público merecía acceder a un espacio que anticipara el ensueño que estaba a punto de descubrir en la pantalla. Tal vez por eso no se animaron a demolerlo ni alterarlo demasiado. O quizás haya una explicación ontológica que equipara templos con salas y demuestra que la estructura es similar para el funcionamiento de unos y otras.


Un hall inmenso revestido con paredes de madera y pisos de mármol está separado de la ruidosa calle Lavalle por puertas vidriadas. Dentro, un silencio tenso, una escalera central comunica con el segundo piso, donde se conservan la pullman y superpullman, y otra para acceder al subsuelo. Hay carteles en tonos estridentes que anuncian que ésta es la “Iglesia Internacional de la Gracia de Dios”. Se impone en el centro un banner en tamaño real en el que el misionero R.R. Soares, vestido de traje gris claro, empuña sus brazos en actitud de arenga. El plástico chilla y el que lo ve, también.


La Iglesia Internacional de la Gracia de Dios llegó a la Argentina en 2003. Empezaron de a poco: primero estuvieron de prestado en un hotel céntrico hasta que lograron asentar lugares de reunión -nunca dicen misa- en dos distritos del conurbano: Merlo y Moreno. Según cuentan, el pastor Anselmo, líder local, luchó mucho para conseguir el cine de Lavalle. Aunque el Atlas estaba cerrado hacía más de un año, los dueños se resistían a vender la propiedad. “Pero El Señor intercedió. Cuando Él lo quiere las cosas ocurren. Todo es por su obra y gracia”, explica Carlos, el encargado matutino del edificio, sobre la delicada operación.


En los escritorios de bienvenida hay folletería sobre las reuniones que acontecen, una copa con líquido amarillo y algunos libros entre los que se destaca un evangelio de tapa dura azul e inscripciones en dorado. Pero la comunicación de la Iglesia Internacional y sus fieles es múltiple y excede la lectura. Además de iglesia, son un complejo mediático: tienen radio online, programa de tv, diario impreso y, por supuesto, perfil de Facebook.


En el primer subsuelo hubo un bar que aún conserva su barra y una pared de cerámicos típicos de los años 60. Un piso más abajo, el microcine para 50 personas que se usaba para las privadas de prensa y está detenido en el tiempo. En su antigua cabina, Carlos enciende el proyector para dar fe que funciona. Una sonrisa se dibuja en su rostro. Mira por la ventanilla y señala orgulloso la pantalla iluminada. Entonces, se le viene una imagen que no puede contener.


“Me acuerdo de haber visto acá arriba el estreno de Los paraguas de Cherburgo. Era impresionante, estaba todo lleno”. Con música de Michel Legrand y la Catherine Deneuve más joven, bella e inocente jamás vista, la película es un imprescindible de los 60 que narra las ilusiones desmedidas del primer amor y enseña una manera posible de transitarlo. A pesar de su modernidad, la película de Demy recupera esa vocación pedagógica que era parte de la mayoría del cine clásico: enseñarnos a amar, crear un imaginario en común y superar la adversidad con música y color hasta convertirnos en ciudadanos de bien.

Carlos dice que hay una habitación donde quedan afiches y programas del antiguo cine, pero no me la muestra. Mientras, me cuenta que aunque aquellas lindas películas ya no se proyectan, ahora usan el microcine para llegar con su mensaje a los jóvenes. “A ellos hay que atraerlos. Por eso son mejores las películas para propagar la palabra de Dios y no tanto las reuniones”. Por eso la ubicación estratégica del Atlas, a pocas cuadras del Obelisco y en la intersección de tres líneas de subte, también es clave para que los fieles puedan llegar desde todas partes y logren congregarse en el Panteón de Lavalle: antes cine, hoy Iglesia.



Candy Land: Una nueva forma de disfrutar

En los complejos multisalas todo brilla. Las paredes reflejan luz a través de carteles fluorescentes y el piso -inmaculado- reluce más que nada en el mundo. Es indistinguible el material del que están hechas las cosas: no son de madera, ni de mármol, tampoco de acero, gamuza o cuero. Parece todo plástico, pero no se sabe, porque el plástico imita a otros materiales nobles del que las cosas no están hechas. El plástico es, justamente, un producto industrial que nació a fines del siglo XIX junto con el cine y que posibilitó que existiera porque sin celuloide, uno de sus antecesores, nunca habrían habido películas.


En esta multisala de Recoleta, la tienda que vende pochoclos se llama Candy Land y está junto a las -también nuevas- máquinas expendedoras de entradas. Aquí, ya casi no quedan boleterías y por ende, tampoco boleteros. Los pocos que hay están obligados a llevar como uniforme remeras naranjas que promocionan la última película de Disney y pasan su tiempo ocioso en un rincón viendo cómo los espectadores juegan a ser sus propios boleteros: se calzan los anteojos y titubeantes tipean en la pantalla táctil los códigos de compra que llegaron a sus casillas de correo tras la transacción online de sus entradas. Sin ninguna intervención humana. Igual que como cierto cine predijo que sería el futuro. Brilloso, impoluto y con un solo conflicto: el de los hombres dominados por las máquinas.


En la tienda de snacks y golosinas todo -también- es self service. Entre lo que se puede comprar antes de meterse en la sala oscura y olvidarse del mundo se ofrecen pochoclos (dulces, salados, grandes o extragrandes), nachos (a los que se les puede agregar doble cheddar) o “sweet delight” que en castellano quiere decir “dulce deleite” y que en realidad son caramelos masticables tipo malvaviscos con forma de bocas, bastones o pelotitas de colores. Aquí, los dulces se venden por peso y están expuestos en dispensers de plástico para que cada espectador se sirva: hunda la cuchara y sienta el peso de lo que será suyo. Igual que el mecanismo para asirse el pochoclo, el café de máquina, la gaseosa y los nachos. Hay que elegir, servirse, pagar y recién en la oscuridad de la sala hacerlo propio.


Candy Land huele a aceite frito de mala calidad. El que lo olió, no lo olvida. Ese aroma se impregna en la memoria colectiva gracias al persistente trabajo de los empresarios. Cuenta la leyenda que la costumbre de comer pochoclo en el cine se remonta a la primera crisis capitalista de la historia. En 1929, el crack económico arrasó con todo y 13 millones de norteamericanos perdieron su trabajo. Entonces, cuando las clases trabajadoras necesitaron del cine como medio de escape, lo encontraron. Y cuando tuvieron hambre y quisieron algo para masticar mientras la película rodaba, el maíz -un producto en abundancia en Estados Unidos- fue el elegido. Desde entonces, cine y pochoclo fueron la pareja perfecta para la salida al cine. Y hay quienes dicen que hoy su venta representa más del 50% de las ganancias de las multisalas y que en algunas hacen echar olor para generar más ganas de consumirlo. Todas cosas que algunos dicen.


Lo que se ve y nadie dice es que Candy Land está auspiciado por Coca Cola. Lo limita una pared roja carmín interrumpida por esa tipografía imborrable que -por supuesto- también brilla. Aquí, el combo de pochoclos y dos gaseosas extragrandes cuesta XXX pesos. No es para todos. Sobre todo si se tiene en cuenta que el valor es el equivalente a XXX viajes interurbanos de colectivo. Los que pueden usan para pagar -mayormente- plásticos, pero antes tienen que hacer esas filas zigzagueantes entre góndolas en las que se exhiben los últimos y más tentadores productos: el merchandising de las películas de superhéroes. El dilema es ignorar o no las máscaras importadas de esos personajes mundialmente reconocidos, las alcancías con sus imágenes, las tazas para coleccionar o los propios superhéroes en versión miniatura y de plástico. ¿Para las nenas? Todo lo mismo, pero de princesas.


Puede que Candy Land parezca un lugar extravagante, pero en realidad no mide más que 40 metros cuadrados. Sin embargo, lo más difícil para hacer su descripción es usar el castellano. Doce palabras de este texto tuvieron que ser en inglés porque casi ninguna de ellas tiene traducción al español y las que tienen, no las usamos; aunque nuestro idioma sea plástico y pueda hacer que todo lo que está alrededor brille.


Por Julieta Bilik


 
 
 

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